Alexander von Humboldt o el amor a la naturaleza

El intento de mostrar la naturaleza en su plena vitalidad y su sublime grandeza, el intento de encontrar lo permanente en las continuas transformaciones del mundo natural, no habrá seguramente de pasar desapercibido en los tiempos venideros.

 

Ein Versuch, die Natur lebendig und in ihrer erhabenen Grösse zu schildern, in dem wellenartig wiederkehrenden Wechsel physischer Veränderlichkeit das Beharrliche aufzuspüren, wird daher auch in späteren Zeiten nicht ganz unbeachtet bleiben.

 

Alexander von Humboldt

 

 

 

 

Alexander von Humboldt o el amor a la naturaleza

 

Miguel Giusti

 

Alexander von Humboldt fue un científico ilustrado, partícipe del paradigma moderno que se proponía estudiar, clasificar y representar el mundo natural, pero fue también un romántico, un hombre convencido, como los antiguos, de que la naturaleza posee un alma propia que debemos respetar y apreciar en toda su grandeza y toda su belleza. Hoy rendimos muchos homenajes a la obra de Humboldt, pero no tenemos ya una comprensión clara de lo que se proponía ni de la magnitud de sus intereses. Lo que ocurre es que nos hemos ido alejando cada vez más, en la vida académica y en la investigación científica, de ese ideal universal del conocimiento que representaba Humboldt junto con otros hombres ilustres del siglo XIX, y que nos hace llamarlos hoy día, no sin cierto tono de ironía, “Universalgelehrte”, “sabios universales”.

 

Aquellos hombres eran, por cierto, grandes enciclopedistas, pero no es principalmente por ello, por la vastedad de sus conocimientos, que se les llama universales, sino sobre todo porque supieron integrar en una visión unitaria, armónica, sistemática, todos los resultados de sus investigaciones. Nosotros, en los inicios del siglo XX, disponemos sin duda de más información y de mejores recursos tecnológicos para procesarla, y nuestras navegaciones por el ciberespacio, también nuestras navegaciones científicas, son de una complejidad tal que, a su lado, los viajes de los navegantes científicos del siglo XIX parecen casi sólo una crónica de aventuras o un capítulo de la prehistoria de la ciencia natural. Pero lo que hemos ganado en especialización y en recursos, lo hemos perdido en la comprensión global de las cosas y en la justa apreciación del sentido que los conocimientos y las tecnologías pueden tener en la vida. La cosmovisión de Humboldt puede resultarnos hoy, a lo mejor, ingenua. Pero no hemos encontrado con qué reemplazarla.

 

Uno de esos rasgos universales, globales, de su pensamiento es el que yo quisiera evocar aquí porque me parece especialmente pertinente para nuestra época. Me refiero a la actitud de amor a la naturaleza que hallamos presente en todos los escritos de Humboldt. Esta actitud, él mismo la adopta, en términos explícitos, y se esfuerza en cultivarla implícitamente como el único estímulo que puede llevarnos a conocer y a disfrutar de la naturaleza. Pero el amor de Humboldt por la naturaleza es un sentimiento complejo, que tenemos que analizar con un poco más de detalle, porque es justamente por su complejidad, por su multidimensionalidad, que dicho sentimiento puede sernos aleccionador en la actualidad. Ese amor es un sentimiento integrador (en ese sentido: universal) que reúne en sí tres grandes dimensiones que le son fundamentales: la dimensión estética, la dimensión ética y la dimensión científica. A eso nos llama Humboldt: a amar a la naturaleza por su belleza, por su valor moral para nuestra vida y por la posibilidad de penetrar científicamente en sus misterios.

 

El amor de Humboldt por la naturaleza es pues, en primer lugar, un amor estético. Esto quiere decir que entiende a la naturaleza como objeto de contemplación y objeto de placer; objeto de contemplación, por ser ella fuente de vida, exuberancia de formas y sistemas, espectáculo maravilloso de fuerzas múltiples en ebullición; objeto de placer, porque la naturaleza nos integra a su propio movimiento vital y porque se ofrece también a nosotros como modelo de armonía que nos causa una satisfacción interior. “Quien considere los resultados de la investigación natural en relación con la historia entera de la humanidad –escribe  Humboldt–, estará en condiciones de apreciar cómo la comprensión de las relaciones entre los fenómenos (die Einsicht in den Zusammenhang der Erscheinungen) aumenta y purifica el goce de la naturaleza”[1].

 

Humboldt es un romántico, como Schiller o Goethe, a quienes admira y de quienes es amigo. Como ellos, piensa que la naturaleza no debe ser reducida a objeto de manipulación científica o tecnológica, ni comprendida solamente como un laboratorio de materia inerte. Ante estos peligros, a los que puede conducir el reduccionismo de la razón científica ilustrada, los románticos tratan de recuperar la idea de la vitalidad inmanente a la naturaleza. Son muchos los pasajes en los que Humboldt afirma enfáticamente su interés por comprender a la naturaleza como una unidad viva y compuesta de múltiples fuerzas vitales en expansión. Les doy solo un ejemplo: “El interés principal de mis investigaciones –escribe en el Prólogo a su obra Kosmos– ha sido siempre esforzarme por comprender el sentido general de las apariencias de las cosas corporales, el sentido de la naturaleza como un todo vivo y animado por fuerzas interiores”[2]. Justamente porque la naturaleza posee esta vida interior, este equilibrio intrínseco, es que ella merece ser respetada y protegida de los excesos de la manipulación instrumental. Pero éste es ya un rasgo moral, y no simplemente estético, y a él nos referiremos en un momento.

 

Lo que ocurre es que Humboldt, precisamente porque tiene una concepción unitaria de la naturaleza, no separa los rasgos que ahora yo estoy separando, en parte para facilitar esta exposición, y en parte porque nuestra sociedad hoy también lo hace. El estudio de la naturaleza y el placer de su contemplación son cosas que Humboldt considera indisolubles e indispensables por igual. Y ambas pueden complementarse porque reposan sobre la consideración de la autonomía y la vida propia del universo natural. Humboldt dedica uno de sus trabajos a analizar los diferentes tipos de goce, de placer, que pueden asociarse a la experiencia de la naturaleza. Describe allí la diferencia entre el goce inmediato que puede tener cualquier persona que disfruta de su entorno natural, y el goce más reflexivo que acompaña al científico que investiga fenómenos particulares. Y su tesis es, no que en un caso haya placer y en el otro no, sino por el contrario, que la pasión por la investigación no hace sino agudizar la percepción del placer y volverla más duradera. Pensemos, si no –nos aconseja Humboldt–, en algunas escenas naturales que forman parte de nuestra experiencia: “pensemos en el mar, cuando en la serenidad de las noches tropicales la cúpula celeste derrama su luz estrellada sobre la calma superficie de las olas; pensemos en los valles boscosos de la cordillera, donde troncos de palmeras atraviesan enérgicamente las áridas capas de follaje levantándose como columnas, una suerte de bosque sobre el bosque…”[3]. Pensemos, pensemos… Humboldt sigue enumerando muchas otras escenas de nuestra percepción de la naturaleza, en las que se nos hace evidente el placer de la contemplación y las posibilidades de incrementarlo, de “afinarlo” –como él dice–, cuando a la mera contemplación se añade la dedicación científica.

 

Pero el amor de Humboldt por la naturaleza es también, como ya ha sido anunciado y como ya ha ido apareciendo, un amor de carácter ético o moral. Esto quiere decir que la naturaleza es concebida como poseedora de un valor para nuestra vida, de un valor muy importante en un doble sentido. De un lado, ella es valiosa para nosotros por lo que ella vale en sí misma, es decir, ella merece nuestro respeto y nuestra admiración por ser esa fuente de vida y de equilibrio a la que ya hicimos alusión. Pero, además, la naturaleza tiene un valor en nuestra vida en el sentido en que su contemplación puede ser para nosotros una forma de renovarnos moral o espiritualmente: de olvidar nuestras penas, de recuperar la paz interior, de obtener felicidad. Uno de los libros más difundidos de Humboldt –por los que no solo el público, sino también él mismo sentía una especial predilección–, se titula Cuadros de la naturaleza (Ansichten der Natur). Se trata de una selección de pequeños trabajos científicos, escritos todos ellos con este interés que venimos comentando por unificar la intención estética con la intención científica y la intención moral; son los cuadros que Humboldt consideró ejemplares para mostrar el ideal que impulsaba su trabajo de investigación (no olvidemos que uno de ellos –son en total 7– está dedicado a “La meseta de Cajamarca, antigua residencia del Inca Atahualpa…”). Pues bien, Humboldt sostiene en el Prólogo que ese libro se dirige “principalmente a las almas entristecidas (a los bedrängten Gemütern)”, para que vuelvan la mirada al espectáculo de la naturaleza, presten atención al mensaje de vitalidad y de armonía intrínseca que ella transmite permanentemente…, y cambien entonces sus vidas. “Quien haya logrado escapar a las tormentas de la vida –continúa Humboldt–, que se interne conmigo en los bosques, que me siga por los desiertos sin límites y por las altas montañas de la Cordillera de los Andes. A él le habla el coro del mundo: En las montañas está la libertad. El aliento de la tumbas / no sube hasta el aire puro; / El mundo es perfecto en todas partes / en donde no llega el hombre con sus torturas.”[4]

 

Deberíamos recordar estas palabras de Humboldt cuando leemos, o cuando vemos al menos, algunos de sus informes de investigación o de sus crónicas científicas. Todos ellos son también “cuadros de la naturaleza” en el sentido que hemos señalado: escenas globales en las que se manifiesta, en una planta o en una descripción geológica, la vida exuberante de la naturaleza que nos invita al goce y a la aventura. Sus monumentales obras científicas están animadas por esta inspiración romántica, que él mismo trata de expresar también en el estilo literario con que las escribe y compone. Sus obras son siempre “cuadros”, visiones globales, grandes catedrales de la geografía o de la flora y fauna universal.

 

Pero deberíamos igualmente recordar esas palabras de Humboldt cuando pensamos en la relación que nuestra sociedad tecnológica guarda con la naturaleza. Humboldt no conoció, ni imaginó quizás siquiera, la destrucción del equilibrio ecológico ni las graves amenazas ambientales que pesan sobre el mundo natural. La naturaleza, esa totalidad viva y animada por fuerzas múltiples, se ha vuelto para nosotros un bien escaso. Eso ha ocurrido, podríamos también decirlo así, porque en algún momento perdimos de vista el sentido moral y el sentido estético de nuestra relación con la naturaleza, porque en algún momento dejó de sernos familiar la concepción integral e integrada de la naturaleza que animaba las investigaciones de Humboldt.

 

Pero todo esto es aún parcial. Porque el amor de Humboldt por la naturaleza tiene también una tercera dimensión, no menos importante que las anteriores: y es que se trata de un amor científico. De ello no pueden quedarnos dudas, si recordamos simplemente los múltiples y voluminosos trabajos eruditos que nos ha dejado. En ellos se expresa la pasión del conocimiento por “penetrar en los misterios” de la naturaleza, por estudiar, analizar, clasificar, describir, dibujar, capturar en redes conceptuales la infinita variedad de especies o de fenómenos que pueblan el universo, aun cuando éste sea un universo en miniatura (como en la campiña de Quito o en la meseta de Cajamarca). Es importante subrayar esta dimensión científica de la pasión por la naturaleza, para que se aprecie con claridad todo lo que Humboldt pretende integrar en su actitud, y para que se aprecie también su originalidad.

 

Si su visión ética y estética de la naturaleza lo acercan a sus compatriotas románticos, su visión de la ciencia lo acerca más bien a los enciclopedistas o a los naturalistas ilustrados que desarrollan su actividad en Francia en el siglo XVIII. Humboldt es efectivamente un científico ilustrado en el sentido técnico del término, es decir, un científico que comparte el ideal de la Ilustración de someter la naturaleza entera a un análisis minucioso y a una clasificación sistemática exhaustiva. Por esta confianza en la autonomía y el valor propios de la ciencia, Humboldt va a tomar distancia de la filosofía de la naturaleza de los románticos alemanes. Pero no va a abandonar nunca la concepción integral que heredó del romanticismo. Su originalidad consiste precisamente en querer conjugar el romanticismo y la ilustración, es decir, en tratar de incorporar su erudición ilustrada al proyecto romántico de revaloración de la armonía y la autonomía del mundo natural. Eso lo lleva a desconfiar de los amantes románticos de la naturaleza que se resisten dogmáticamente al desarrollo del conocimiento científico, sin conocer realmente cómo éste funciona. Y lo lleva a desconfiar por igual de los científicos supuestamente neutrales, que se resisten también dogmáticamente a considerar las repercusiones éticas o estéticas de sus estudios de la naturaleza. Humboldt es un científico riguroso que lleva a cabo sus investigaciones con los recursos conceptuales y experimentales de que dispone en su época, pero es un científico que no pierde de vista la integridad ni el sentido de sus investigaciones puntuales.

 

El amor de Humboldt por la naturaleza es, pues, un amor que integra la experiencia de la belleza con el respeto del equilibrio y la pasión por el estudio de la riqueza del mundo natural. Es, en ese sentido, un amor estético, moral y científico de la naturaleza, que desconoce la fragmentación o la esquizofrenia con que nuestra sociedad ha llegado a relacionarse con su entorno. No hay en él sólo un ecologismo romántico, o un moralismo natural anticientífico, o un cientificismo supuestamente amoral. Hay, en realidad, las tres cosas, pero integradas en una visión global que adquiere significado aun en nuestra vida cotidiana. Por eso, en tiempos de reflexión, como los nuestros, sobre el destino que le espera a este “bien escaso” de la naturaleza, conviene que recordemos la complejidad y el sentido del amor que Alexander von Humboldt adoptó y cultivó en sus escritos. Un intento como éste –escribe él mismo con sobria confianza–, “el intento de mostrar la naturaleza en su plena vitalidad y su sublime grandeza, el intento de encontrar lo permanente en las continuas transformaciones del mundo natural, no habrá seguramente de pasar desapercibido en los tiempos venideros”[5].

 



[1] Kosmos. Entwurf einer physischen Weltbeschreibung, Stuttgart y Tübingen: 1845, Gotta’scher Verlag, 1845, p. 4.

 

[2] Ibidem, p. VI: “Was mir den Hauptantrieb gewährte, war das Bestreben die Erscheinungen der körperlichen Dinge in ihrem allgemeinen Zusammenhange, die Natur als ein durch innere Kräfte bewegtes und belebtes Ganze aufzufassen.”

 

[3] Ibidem, p. 8: “Darf ich mir der eigenen grosser Naturscenen überlassen, so gedenke ich des Oceans, wenn in der Milde tropischer Nächte das Himmelgewölbe sein planetarisches, nicht funkelndes Sternenlicht über die sanftwogende Wellenfläche ergiesst; oder der Waldthäler der Cordilleren, wo mit kräftigem Triebe hohe Palmenstämme das düstere Laubdach durchbrechen und als Säulengänge hervorragen, ‘ein Wald über dem Walde’.” (p. 11)

 

[4] Ansichten der Natur, Stuttgart y Tübingen: Gotta’scher Verlag, 1849, p. IX-X: “Wer sich herausgerettet aus der stürmischen Lebenswelle, folgt mir gern in das Dickicht der Wälder, durch die unabsehbare Steppe und auf den hohen Rücken der Andeskette. Zu ihm spricht der weltrichtende Chor: Auf den Bergen ist Freiheit! Der Hauch der Grüfte / Steigt nicht hinauf in die reinen Lüfte; / Die Welt ist vollkommen überall, / Wo der Mensch nicht hinkommt mit seiner Qual.”

 

[5] Kosmos, o.c., p. XVI: “Ein Versuch, die Natur lebendig und in ihrer erhabenen Grösse zu schildern, in dem wellenartig wiederkehrenden Wechsel physischer Veränderlichkeit das Beharrliche aufzuspüren, wird daher auch in späteren Zeiten nicht ganz unbeachtet bleiben.”

 

Vista del volcán de Cayambé, en Ecuador. Grabado de Pietro Parboni sobre dibujo de Friedrich Wilhelm Gmelin y boceto de Alexander von Humboldt.